Desprecio por el aula

(Texto originalmente publicado en la sección de opinión del portal de la Universidad de Antioquia.)

El aula de clase es un lugar especial en el que suceden cosas especiales. Eso escribí hace un tiempo para llamar la atención de colegas y directivos cercanos acerca de cómo tratamos nuestras aulas y el descuido en el que estaban (y siguen). Eso fue hace varios años y hoy tendría que escribir lo mismo y el resultado será quizá el mismo del escrito de esa vez: nada va a pasar. Pero me convencí de que vale la pena intentar decirlo una vez más, ampliando los términos: no solo el aula sino la clase misma son especiales y deberían merecer cierta reverencia, cierto halo de intocabilidad y respeto que en general en esta Universidad [de Antioquia] no les damos.
En nuestro campus todo tiene precedencia, menos la clase y casi nunca el aula. A un rector de hace unos años se le ocurrió la peregrina idea de que la asistencia a clase era opcional. Quizá pensó que eso era traer modernidad a nuestros programas de estudio y trabajo. Partía (pienso yo) de la base equivocada de que lo que hacemos los profesores es dispensable, que “eso lo hace cualquiera” y que un estudiante solo en su casa logra lo mismo que viniendo a clases. No está solo en esa apreciación. Los decretos y normas que fijan nuestros salarios han sido los principales voceros oficiales de lo que se piensa sobre la labor docente: eso no vale, eso no da puntos ni salario, eso no importa. Todo el sistema parece decirlo al unísono. La labor docente no importa sino el día que dan un premio y dicen que es muy importante. De resto no interesa, no es producir algo, no es hacer mucho. En la Universidad de Antioquia, al menos, el incentivo para ser profesor, para enseñar, es nulo o casi. El que yo recibo lo recibo de estudiantes que de vez en vez me dicen gracias por alguna cosa y hasta ahora, aunque suficiente para mantener el trabajo, no me quita la sensación de que todo el sistema apunta a que deje de hacerlo, a que me dedique a algo más productivo, más puntuable, más importante.
Por norma llenamos un formato llamado Plan de Trabajo del Profesor cada semestre. No es el plan de trabajo de otras cosas sino del profesor. La medida del respeto y el prestigio, sin embargo, es que la parte de docencia quede suficientemente vacía como para decir que no se es profesor sino que se es esas otras cosas. Hay que huir de esa clasificación según parece.
Pero digamos que ese desprecio por la labor docente de las normas y decretos, de la actitud de directivos y burócratas, puede hasta sufrirse con paciencia. Lo que no se sufre con paciencia es la agresividad con que atacan esos dos espacios, el aula y la clase. Empecemos con el aula: doy clases en salones cuyo último mantenimiento (pintura e iluminación) data de hace una década, sucios, mal iluminados, con tableros que como heridas de guerra lucen clases anteriores que alguien escribió con marcador permanente, con sillas desvencijadas y sucias. Mis estudiantes tienen que salir a buscar sillas a veces a lugares vecinos pues no alcanzan, algunas de las que hay tienen pedazos faltantes. Doy clases en salones con goteras que cada aguacero toca vadear para poder entrar o salir.
Y el ruido, el ruido. Parece ser pedir mucho que se reclame algo de silencio a quienes rodean el salón para que los estudiantes escuchen lo que digo. Lo cual hasta se entiende en el hacinamiento en que vivimos. Pero lo imperdonable, lo verdaderamente imperdonable, son lo que yo llamo los ruidos institucionales, esos cuya ausencia mostraría que la clase es considerada una prioridad de la Universidad. Están por ejemplo las podadoras, los conciertos y espectáculos en cualquier parte, las pulidoras, cortadoras, martillos, mazas, taladros e instrumentos de todos y cada uno de los arreglos que todos y cada uno de los días alguien se inventa sin importar a quién afectan, uno ni escucha pensar en esos días. A nadie en esta universidad se le ha ocurrido que esas cosas deben hacerse por fuera de las horas de clase para proteger las mismas. Más aún, si se protesta porque uno ni escucha sus propias palabras, se enojan, piden “tolerancia”.  La Universidad habla un lenguaje, bombardea con ruido informe y de todos los colores y volúmenes eso que desde tantos otros frentes no respeta.
Y claro, en esta cacofonía de que la clase no importa no faltan los directivos. Hoy por ejemplo que me siento a escribir esto dieron instrucción de no dar clase. Hay una reunión de algún tipo. La semana próxima hay otra, tampoco hay clases. Cada que alguien con una micra de poder puede, da la orden: “no hay clase para permitir que… “ (se celebre del día de algo, la reunión de algo, la fiesta de no sé qué). La clase siempre es el último eslabón, la primera sacrificada. Por supuesto, las papas bomba, las amenazas y la violencia, estas también nos interrumpen la clase cuando no es que usan aulas para componerlas.
En esta alteración de prioridades no sorprende que hayamos bajado en pruebas Ecaes, que puntuemos poco en muchas medidas de calidad y se nos vayan tantos estudiantes. Yo sostengo que si reversamos esas prioridades y el aula y la clase recuperan ese puesto de lugar especial donde suceden cosas especiales para la vida de quienes allí llegan, para la vida institucional, para cada uno de los saberes, artes y disciplinas, recuperaremos la vía.
Yo propongo enaltecer las aulas, limpiarlas, iluminarlas, modernizarlas, taparle las goteras, borrar la sordidez, la estrechez y la oscuridad y dejar que sea la voz de las discusiones, lecturas, conferencias y clases las que se oigan y no las de motores y altoparlantes, y que se tenga prohibido interrumpir las clases. Especialmente a quienes deberían tener como misión protegerlas, no interrumpirlas o impedirlas.

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