Sonata
Alvaro Mutis.
¿Sabes qué te esperaba tras esos pasos del arpa llamándote de otro tiempo, de otros días?
¿Sabes por qué un rostro, un gesto, visto desde el tren que se detiene al final del viaje, antes de perderte en la ciudad que resbala entre la niebla y la lluvia, vuelven un día a visitarte, a decirte con unos labios sin voz, la palabra que tal vez iba a salvarte?
¡A dónde has ido a plantar tus tiendas! ¿Por qué esa ancla que revuelve las profundidades ciegamente y tú nada sabes?
Una gran extensión de agua suavemente se mece en vastas regiones ofrecidas al sol de la tarde; aguas del gran río que luchan contra un mar en extremo cruel y helado, que levanta sus olas contra el cielo y va a perderlas tristemente en la lodosa sabana del delta.
Tal vez eso pueda ser.
Tal vez allí te digan algo.
O callen fieramente y nada sepas.
¿Recuerdas cuando bajó al comedor para desayunar y la viste de pronto, más niña, más lejana, más bella que nunca? También allí esperaba algo emboscado. Lo supiste por cierto sordo dolor que cierra el pecho.
Pero alguien habló.
Un sirviente dejó caer un plato.
Una risa en la mesa vecina,
algo rompió la cuerda que te sacaba del profundo pozo como a José los mercaderes.
Hablaste entonces y sólo te quedó esa tristeza que ya sabes y el dulce-amargo encanto por su asombro ante el mundo, alzado al aire de cada día como un estandarte que señalara tu presencia y el sitio de tus batallas.
¿Quién eres, entonces? ¿De dónde salen de pronto esos asuntos en un puerto y ese tema que teje la viola tratando de llevarte a cierta plaza, a un silencioso y viejo parque con su estanque en donde navegan gozosos los veleros del verano? No se puede saber todo.
No todo es tuyo.
No esta vez por lo menos. Pero ya vas aprendiendo a resignarte y a dejar que otro poco tuyo se vaya al fondo definitivamente y quedes más solo aún y más extraño, como un camarero al que gritan en el desorden matinal de los hoteles, órdenes, insultos y vagas promesas, en todas las lenguas de la tierra.
¿Sabes qué te esperaba tras esos pasos del arpa llamándote de otro tiempo, de otros días?
¿Sabes por qué un rostro, un gesto, visto desde el tren que se detiene al final del viaje, antes de perderte en la ciudad que resbala entre la niebla y la lluvia, vuelven un día a visitarte, a decirte con unos labios sin voz, la palabra que tal vez iba a salvarte?
¡A dónde has ido a plantar tus tiendas! ¿Por qué esa ancla que revuelve las profundidades ciegamente y tú nada sabes?
Una gran extensión de agua suavemente se mece en vastas regiones ofrecidas al sol de la tarde; aguas del gran río que luchan contra un mar en extremo cruel y helado, que levanta sus olas contra el cielo y va a perderlas tristemente en la lodosa sabana del delta.
Tal vez eso pueda ser.
Tal vez allí te digan algo.
O callen fieramente y nada sepas.
¿Recuerdas cuando bajó al comedor para desayunar y la viste de pronto, más niña, más lejana, más bella que nunca? También allí esperaba algo emboscado. Lo supiste por cierto sordo dolor que cierra el pecho.
Pero alguien habló.
Un sirviente dejó caer un plato.
Una risa en la mesa vecina,
algo rompió la cuerda que te sacaba del profundo pozo como a José los mercaderes.
Hablaste entonces y sólo te quedó esa tristeza que ya sabes y el dulce-amargo encanto por su asombro ante el mundo, alzado al aire de cada día como un estandarte que señalara tu presencia y el sitio de tus batallas.
¿Quién eres, entonces? ¿De dónde salen de pronto esos asuntos en un puerto y ese tema que teje la viola tratando de llevarte a cierta plaza, a un silencioso y viejo parque con su estanque en donde navegan gozosos los veleros del verano? No se puede saber todo.
No todo es tuyo.
No esta vez por lo menos. Pero ya vas aprendiendo a resignarte y a dejar que otro poco tuyo se vaya al fondo definitivamente y quedes más solo aún y más extraño, como un camarero al que gritan en el desorden matinal de los hoteles, órdenes, insultos y vagas promesas, en todas las lenguas de la tierra.
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