Las cosas que extraño

Extraño la tranquilidad de llegar cada tarde a mi casa, sabiendo que esa será una noche tranquila y apacible. Las perturbaciones en la noche eran la luna, las recién redescubiertas estrellas, planetas y constelaciones, las luces de la ciudad en la distancia; los desnudos de la chica de al frente en medio de las luces de la ciudad y de la calle, las conversaciones con dos personas que hubiera dado mucho por haber podido convertir en mis amigas. Extraño el frío, que empezaba a las nueve de la noche, la puerta de mi casa que abria casi mágicamente, sin llaves; el calor de las cobijas que la noche y el frío volvían útiles, los pájaros que no conocía y aprendí a conocer, unos raros, otros comunes; sus cantos desproporcionados en las madrugadas. Extraño verlos y escucharlos, la búsqueda afanosa de una cámara para registrarlos y la alegría de encontrarlos en medio del follaje y luego en medio de las hojas de las guías de aves para tener un nombre que ponerles; la felicidad de los atardeceres, que ponían colores impensados y nubes de sueño en el cielo de las tardes de Medellín. Extraño los colores de esas tardes, las carreras contra el tiempo para capturar la luna en una foto, la visión apolíptica de los aguaceros del sur de Medellín. Extraño el viento, los árboles, la cercanía de muchas cosas. Todo eso no está perdido para siempre, lo sé muy bien, pero duele perder las pequeñas cosas que conforman habitar un lugar.

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