De la soledad y la duda
Si me remonto a la pasada Semana Santa diría que desde esa
época decidí guardar más y mejor silencio. Al principio solo estaba cansado de
hablar y hablar, por un lado las cosas legales y no legales de mi vivenda, por otras los asuntos políticos de educación con los que tengo que ver, luego las de la universidad
y finalmente las personales (amigos, parejas potenciales y conocidos), eran
demasiado. No paraba de hablar. Me sentí diciendo nada la mayor parte del
tiempo. Buscando palabras en las esquinas, tratando de conseguirlas en los
recovecos de la memoria, desenterrarlas de los lugares donde esperaban a ser
desenterradas. A veces me sentía que no estaba contando algo sino contando que había contado algo, no que lo hubiera vivido.
El problema de hablar tanto es que al final siempre queda
una sensación de vacío, como bien lo reconoció Kavafis. No sé los grandes oradores o los protagonistas de
grandes debates, pero cuando yo llego a casa y veo que solo he hablado mucho,
me siento hueco, solo escucho el eco de las palabras dichas hacia un pozo profundo que me las devuelve. Una especie de vendedor de pacotilla o mejor, un culebrero
de pueblo que sí, señores, le tiene la solución para todos los males de la
piel, el hígado, el corazón y el azúcar en el colesterol.
Y también llevaba meses de no estar solo casi nunca y a la
vez sentirse solo casi siempre. Juntando esas dos cosas pensé en estar solo de
forma concreta y en silencio de verdad por un momento. Me tomé toda la semana.
Luego, claro, he tenido que seguir hablando mucho. Pero de ese silencio algo
queda. He querido aclararme qué. Y este texto es solo una disculpa para tratar
de encontrar algo de esa claridad. Por un lado, me doy cuenta de que tener compañía
me gusta, hay personas a las que he buscado en este tiempo y con quienes he conversado largamente personalmente o por internet. Luego no es rehusarse a la compañía, es más que quisiera gente sin tanta opinión sobre
todo, sin tanto prejuicio, sin tanta conducta aprendida y tanta frase pre-construida.
Sin tantos gustos definidos para siempre, sin tanta fuerza a la hora de
expresar un argumento, como si estuviera escrito en piedra.
Quiero hablar y estar acompañado pero invariablemente lo que
mejor me hace sentir son personas para las que la duda juega un papel
importante en su vida. A mi tanta
certeza en las personas me desanima. Y no me refiero a la duda de quién sabe
nada, sino el dudar de que eso que uno sabe o ha logrado sea la versión final de
todo y la última respuesta. He tratado de encontrar un texto de Anaís Nin en
algún lado que leí hace años. Habla de que no se ama a quienes han parado de
evolucionar y de crecer, no lo logro encontrar.
Lo más extraño es que entiendo que quizá en algún momento,
cuando uno no está seguro de las cosas en la vida, siente la necesidad de
reasegurarse para que haya identidad y quizá, solo quizá, uno pueda ahí ser
rígido, un poco. Pero es que me topo con quienes vuelven de la idea de tomar un
bus una especie de decisión casi religiosa que debe ser tomada a partir de un
cierto dogma y fe. Para quienes usar un
papel u otro, tomar agua de botella o no, comer una cosa o la otra, aquí o
allá, son asuntos que atienden una lógica casi implacable que si yo no coincido con ella estoy en pecado o he cometido falta grave de carácter. Hasta he llegado a mentir para evitar en escarnio. Yo por mi parte me siento que
no tengo soporte metafísico para casi nada de lo que hago y no tengo muy buena
justificación para comer o dejar de comer basura, tomar agua de botella, vendida
quizá por la marca de los representantes del mal y que no tengo tiempo ni
energía para saber todo eso.
A veces tengo que contaminar el ambiente, a veces tengo que
crear un poco de caos, a veces déjenme tomar una mala decisión de comer en
McDonalds sin sentirme culpable. En realidad no quiero encontrar tanta
justificación para tanta cosa pequeña. No la hay, oigo mala música cada rato,
veo mal cine con frecuencia, me embeleso en cosas sin importancia porque a
alguien que me gusta le gustan. Busco bobadas por el único premio de que le
gusten a alguien que me cae bien y no va a opinar sobre las consecuencias
finales para la humanidad de todo ello. Quisiera transitar por el lado concurrido,
meter los pies en un charco sin querer, tomar buses y rutas sin intentar
concluir que toda esperanza está perdida en este país o que nada de la ciudad sirve. Igual, quiero
pensar que esta ciudad no es la última condena pero tampoco la redención de la
humanidad. Somos lo que somos, aquí estamos.
Todo no tiene que ser solo de cierta forma, leído o hecho en
cierto contexto tremendamente calibrado, hecho a la luz de cierto sol, cierta
luna, cierta luz... así todo se vuelve muy pesado y las explicaciones me
parecen infinitamente restrictivas con la vida. Al final de cuentas, me siento
provisional conmigo mismo, mis explicaciones y las de los demás. Y tengo la
sensación de que las personas empiezan a creerse el personaje que inventan que
son y quiero prever no sentirme igual. Eso es imposible, esto que escribo, todo
es parte de ese persona que me creo que soy
e interpreto, prejuiciosamente, ante los demás. No estoy al margen del efecto.
Y luego está, claro, lo que llamamos "la vida
académica". La universidad (no los estudiantes, sino mis colegas en su
mayoría), lo que hago con el Ministerio de Educación, esas cosas. Lo que más me
aterra de la vida de la Universidad y a veces de mis amigos, es la ausencia de
la duda. La certeza de ya "ser". De ya "ser exitosos" y
haber mostrado algo, probado algo, logrado algo. Me deja sin habla, la actitud de poder opinar
sobre absolutamente todo con autoridad y que los demás tengan como el deber de
tomar cada palabra como un credo, de quejarse hasta el infinito de cosas que
podrían cambiar ellos mismos si acometieran ese proyecto.
Cualquier personaje exitoso, que “ya llegó” a no sé dónde o
ya “se ganó un reconocimiento” y que no duda del mismo o de él mismo, que no duda de los que se lo repiten en la
cara continuamente, lo hago a un lado. Yo prefiero en ese caso los que saben el
sabor de la derrota, los que conocen el escarmiento de no tener, de perder, de
no haber llegado, de saberse a medio camino. Esos se esfuerzan, escuchan, abren
su vida, lo vuelven a intentar, se saben finitos, terriblemente finitos.
En el fondo los que dudan disfrutan los pequeños logros o el
gran evento, las pequeñas marcas que dejan. Y saben bien que lo mejor es no
juzgar a los que hoy están en el piso... ven con generosidad al que tiene hoy
que pararse y volver a empezar, con modestia hacerse a un lado o buscar otra
ruta. Los que creen que son la versión definitiva de todo, un modelo a seguir,
solo muestran para mí el justo camino que hay que evitar. Por eso el que duda
de sus opiniones y sus gustos y los pone a prueba, intenta retarse a acomodar
en su vida otras cosas, me parecen mucho más interesantes y dignos de ser oídos. Claro, ese persona que yo creo de mí mismo es
el que se dice esto, quizá solo lo dice para sentirse mejor con las decisiones
que ha tomado. Intento no infligirle a otros lo que no quiero para mi, ya lo hice durante muchos años y sospecho que sigo haciéndolo. Y debo admitir que hacer público esta reflexión no deja de generar ansiedad.
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