La ansiedad

Desde que tengo memoria de mis cosas, ahí está la ansiedad. Ahora mismo la siento escribiendo esto, como una fiera que de repente se sintiera amenazada en su posición cómoda y quisiera sabotear este ejercicio para mantenerse allí, sin tener que salir o exponerse a los peligros de la luz del sol. Mejor estar en el silencio interior, en una caverna segura, oscura y amurallada desde la cual atacar con la ventaja y desventaja de una sola entrada.

Supongo que los psicólogos, neurólogos y psiquiatras tienen a la ansiedad debidamente clasificada, definida y bien contenida conceptualmente. Los que sufrimos nuestra ansiedad solo podemos determinar los síntomas según se padezcan y tratar de encontrar alguna ruta de evacuación hacia la angustia existencial común y corriente. Lejos, ojalá, de sentir el corazón acelerado, el diafragma pensando por sí mismo, los pensamientos yendo hacia lugares extremos, de un lado a otro, a veces lentamente y a veces a toda velocidad, en simultánea cerebral. Y sobre todo, lejos de las preguntas. La ansiedad llega con un recubrimiento de preguntas. ¿Será? ¿no será? ¿quién puede saber? ¿por qué yo no sé? ¿cómo puedo saber? ¿puedo hacer algo? ¿debo estar haciendo algo?

Preguntas que versan sobre los más diversos temas. El amor es un clásico, la familia sigue por ahí cerca, la seguridad financiera, la salud propia o ajena, el país, el ambiente, el mundo. Con el tiempo cambian solo de orden, más o menos. El amor es siempre primero cuando hay amenaza de lluvia o ya llueve desaforadamente. Pero los otros cambian. El mundo y el ambiente han subido y bajado en mi lista.

Mi cerebro es una máquina de anticipar, de querer saber, de adivinar qué sucederá. De tomar los elementos que tengo, datos ciertos o apenas leídos e interpretados precariamente y con ellos intentar anticipar una respuesta, correr diferentes escenarios, prepararse física y emocionalmente. Prever el peligro, los daños, la lluvia, los truenos y los rayos. No importa que uno sepa que sobrevivirá, la ansiedad no es adicta a la lógica o la muy buena memoria. Es adicta a la memoria selectiva, esa que mira solo un pequeño porcentaje de casos según le convenga. Y no hablo de ataques de pánico que te llevan a reaccionar como si el animal estuviera a punto de atacar. Hablo de amenazas solapadas, zonas grises, incertidumbre.

Y no saber es parte inamovible de existir, de ser humanos. Las situaciones más estables en mi vida han estado, estuvieron (están?), rodeadas de un halo de incerteza; una palabra mal dicha, un gesto mal interpretado y la paz se había ido, la zozobra estaba de vuelta, despierta e instalada. Las preguntas volvían a martillar. También a veces, de la misma manera que llegaba, la ansiedad se iba. Se evaporaba cuando escuchaba alguna voz en el teléfono decir alguna cosa que indicaba que no todo era olvido y fin. O cuando por fin en el encuentro con alguien podía percibir que estábamos ahí en cuerpo y alma, solo dos. Pero también cuando algún papel se firmaba y podía pasar una página o cuando lograba por fin cerrar alguna puerta. El cerebro paraba de anticipar por un segundo y, solo por uno, no había preguntas. Luego volverían, puntuales.

Mi salida a la ansiedad ha sido siempre soñar despierto, imaginarme escenarios en los que todo sale bien, situarme en un mundo inexistente donde por una vez las cosas y los elementos de repente caen en su sitio, en la forma, en el orden y en el momento justo para ser feliz. Y lo soy por un instante, un épsilon infinitesimal de tiempo; suficiente para dormir, para despertar después en el mundo donde nada de eso pasó y hay que volver a levantar las alertas, las alarmas y vivir con la ansiedad agazapada del día, del siguiente día, de la noche.

Envidio la paz de los no-ansiosos pero extraño la ansiedad cuando no la tengo... si no está la busco en los rincones, sé que está ahí, basta buscar, basta concebir una duda o una pregunta.


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