La memoria y el ejercicio de crecer

Quizá no sea del todo coincidencia, pero esta semana leí una de las primeras poesías que escribiera Borges; el último verso, hablando de Buenos Aires, dice 

Esta ciudad que yo creí mi pasado 
es mi porvenir, mi presente;
los años que he vivido en Europa son ilusorios,
yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires.

Hoy que caminaba por mi ciudad de la niñez me vi invadido por la multitud de recuerdos que me trae la ciudad, el mapa de las calles se superpone con el de las emociones que despiertan. Creo que entiendo a quienes no quieren volver jamás a la ciudad donde crecieron, puede ser agobiante. Me desvié por una calle que conducía a uno de los vecindarios en que viví; el frente de la casa está casi igual aunque mucho más decrépito. Lo que ha pasado con todas esas personas que la habitaron es un misterio. La enfermera que vivía en el primero y cuyo cuerpo despertaba todo tipo de fantasías en mi mente adolescente, a pesar de tener tres veces mi edad, el estudiante que vivía arriba y era su amante... en fin, todo esas personas se han ido, menos la memoria.

Seguí mi camino e hice el recorrido que habré hecho de niño cientos de veces para llegar de mi casa al colegio. La avenida ha cambiado por supuesto, muchos edificios, muchas casas nuevas y otras que más o menos se conservan. Está todavía ahí, la puerta por la que al pasar una mañana cuando tendría 15 años vi salir de repente a la que debía ser un ángel y con quien me quedé mirando por segundos (que más o menos nunca terminaron). Las gradas de otra casa por la que un tiempo después pasaba con mis amigos y en las que vimos a una hembra de nuestra edad (no veíamos otra cosa) parada, magnífica, y sin otra cosa qué decir uno de nosotros gritó "yo tengo moto", a lo que el segundo replicó "yo tengo carro" y el tercero de mis amigos, a voz en cuello, completó diciendo "yo tengo pene". La risa no nos dejó caminar suficientemente rápido. 

Luego llegué al que fuera mi colegio y ver la decrepitud y mal estado en qué se encuentra y de sentirme culpable por no hacer algo al respecto, recordé que estando en un grupo de muchachos que nos reuníamos los sábados para todo tipo de tonterías, nos propusimos escribir en letras muy grandes sobre un ladera del terreno las siglas del colegio, "INEM". Mejor dicho, para poder mantener nuestro uso del colegio nos pusieron esa tarea. Excepto que nadie nos dijo cómo; solo conseguimos un par de machetes y una mañana de un sábado con el diseño sin siquiera discutir o dibujar, empezamos a limpiar la maleza que invadía el terreno. 

Esa mañana, agotados una hora después de empezar, dejamos la labor a medias y al mirar de lejos comprendimos por primera vez que no íbamos a terminar. Sin embargo, volvimos ocho días después y luego de nuevo, hasta haber conseguido limpiar una partecita donde podría caber la I... no sabíamos con qué íbamos a dibujar, cuál sería nuestra tinta si se quiere. Al final, muchos fines de semana después, teníamos escrito IN con letras gorobetas y torcidas. Debimos salir a vacaciones y al volver la naturaleza había hecho su trabajo. La maleza había recobrado casi toda la I y de la N en realidad quedaba solo un rastro. La vida nos llevó a otras importantes misiones y hasta el sol de hoy nunca nadie lo volvió a intentar.

Recordar eso me hizo volver hacia atrás, a cuando a los 6 años me encontré parte de una tropa que se puso la misión de construir una plaza de toros. Por mi barrio había un terreno despoblado en el que teníamos dos canchas de fútbol informales. La más pequeña y mi favorita tenía una forma extraña, algo como el mapa de Colombia. Un buen día llegó al barrio un señor y nos empezó a contar historias de un mundo que para todos era de alto glamour, riquezas, riesgos, virilidad: los toros. Él decía que era o había sido torero y nos quería enseñar. Entonces emprendimos dos tareas; una, hacer una plaza de toros y dos, aprender a torear. Para lo primero nos conseguimos palas y picas y empezamos a demoler una pequeña protuberancia del terreno que limitaba nuestra cancha. La otra parte, que era una ladera, serían las graderías. Solo teníamos que darle una forma redonda y esa minúscula colina impedía la redondez del ruedo.

Nuestra tarea duró muchos días, no nos daban nada, solo historias, para sobrevivir. Y las lecciones de toreo. Este hombre apareció un buen día con un capote de torero y empezaron las clases, seríamos 20 muchachos o algo así. Se improvisaron unos cuernos en una carreta y no faltaban los voluntarios que impulsaran la carreta simulando el toro en pos del capote. La alegría era inmensa, todos queríamos hacer de torero o de toro. Luego un día, el hombre no volvió. Lo esperamos, discutimos largamente continuar la obra y completarla... hasta que lo olvidamos y aprovechamos que la cancha de fútbol había quedado un poco más grande.

¿En qué momento uno deja de empezar siquiera las cosas con fe de que se pueden lograr? quizá crecer es parar de impulsar una carreta para ser toreados por un personaje que solo deliraba en medio de algún episodio mental. Qué importa. Alguna cosa, si no la historia, queda.

Pero claro, están las otras historias que de niño no se sospechan siquiera. En mi recorrido pasé por la clínica donde han estado mi madre y mi hermana, la funeraria donde se hizo el velorio de mi padre.  Y que nadie sabe que pasó con el torero que a lo mejor debió superar muchos otros episodios de manía sin ser siquiera atendido debidamente. Ni sé de mis amigos o lo sé y son historias también casi todas sobrecogedoras. ¿Qué lo define a uno? creo que le he dicho a muchos amigos que la vida es eso que pasa entre una tragedia y la siguiente, entre cada uno de los batacazos que nos depara el solo hecho de estar vivos, para bien o para mal. No por méritos, solo cuestión de suerte. A uno al final lo define como reacciona frente a esos golpes arrolladores y qué memorias quedan de los mismos y lo que hacemos con ellas.

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