Los privilegios que he tenido

Ayer estuve escuchando blues por un largo rato y al contarle a alguien, me preguntó qué me hacía sentir. Me doy cuenta de que es la primera vez en mi vida en la que encuentro algo que no puedo describir completamente con palabras; algo que me hace pensar con una gramática que no corresponde al lenguaje hablado o escrito. Y que cada que escucho blues se compone una nueva frase de un libro que antes no había leído y se conforma y se deforma con cada audición. Así que siento que debo agradecer poder disfrutar de vez en cuando de ese privilegio, el de escuchar blues sin otra cosa en la mente que la música.

Tener ese privilegio no es un fin en sí mismo pero, ciertamente, vale la pena hacer algunos esfuerzos para llegar ahí. Y por supuesto, se necesita algo de suerte (más de la que creo) y el amor de algunas personas (como mi madre).  De tal forma que quizá  sea eso lo primero que debo reconocer.

Mi madre es una mujer de origen campesino cuya educación no pasó de 2o. de primaria pues la escuela de su vereda (que hubiera escuela ya de por sí era un privilegio) no tenía sino hasta ese grado. La promesa de abrir el 3er nivel, aunque se hacía cada año, nunca se cumplió mientras ella era niña. No voy a contar su historia en este instante pero a pesar de cualquier circunstancia de mi infancia, a ella le debo buena parte de lo que puedo decir que soy.

Ella fue quien me llevó a la escuela y aun recuerdo la primera vez que llegué a ese lugar; la que me enseñó el valor de la independencia, la que me dio las bases de la ética y de una moral un poco más cristiana de lo que yo quisiera, pero igual de firme, como para dirigir cualquier barco. Fue quien me impulsó a leer y a estudiar. La persona que nunca rechazó una conversación que le pusiera cuando era niño y que de esa forma me enseñó a usar los argumentos y las historias, la persona que jamás dudó de que había un futuro pese a que las situaciones extremas de pobreza que vivimos harían dudar a cualquiera. O mejor, en caso de que lo hubiera dudado, no nos lo dijo, nos hacía sentir protegidos aun en las incertidumbres de no tener mucho qué comer o no tener con qué pagar un arriendo, mucho menos con qué comprar una camisa nueva. Al finalizar mi 3er grado de una forma que todavía me impresiona se las ingenió para hacer la camisa que no podía comprar y un pantalón que me permitieran estrenar un día muy importante que hoy no viene a cuento. Ella fue la persona que curiosamente me enseñó a escuchar. Cuando le dije que quería cambiar de escuela, a los 8 años, no lo pensó, ni lo vio como un capricho y fui a la escuela que quería. Estar donde uno quiere estar es uno de esos grandes privilegios que he tenido. Cuando dije que iba a estudiar fuera de mi ciudad natal aun antes de ser adulto, ella solo me ayudó, jamás lo dudó ni me hizo pensar que podría no funcionar.

Unido a lo anterior y sé bien que hay muchos defectos que mencionar, le tengo que agradecer a este país. Primero, me dio una educación que prácticamente nunca me costó más de unos pocos centavos, casi nada y que podría decir que fue gratuita, visto retrospectivamente. Curiosamente, tuve la suerte de tener buenos maestros oficiales ya fuera por pura suerte o lo que fuera. No los recuerdo a todos, pero sí sé que desde la básica tuve profesores que tenían algo que enseñar y lo hacían con cariño. La secundaria la pude hacer en condiciones óptimas, en un colegio público nuevo, con profesores todos graduados de universidad y comprometidos, alertas, sensibles, dedicados y accesibles. Hoy ese colegio lo tienen casi destruido pero para mi fue la oportunidad de recibir una buena educación, en lugar de una apenas regular. Esos profesores seguramente se habrán retirado, pero fueron una enorme diferencia en mi vida y les quisiera agradecer a todos y ojalá pudiera hacerlo personalmente algún día.

Luego vino la universidad, que hice en una universidad pública con buenos profesores, todos disponibles la mayor parte del tiempo, todos conocedores de lo que enseñaban, todos aspirando a que yo y todos fuéramos mejores. Todos presionando para que no nos fuéramos por las ramas, todos presionando para ponerse retos. Luego vinieron otros estudios, de nuevo en una universidad pública; la maestría, con una beca que me permitió estudiar a cambio de unas horas de docencia (mal dada, perdón a mis estudiantes) y luego el doctorado, también con dineros públicos y en buenas condiciones (pese a que uno protesta con justa causa por alguna cosa).

Finalmente he tenido este privilegio insoslayable de ser docente de universidad pública, con la libertad de pensar, opinar, escribir, hacer y deshacer. Esa libertad la desearía para todo el planeta.  Y eso justamente, la posibilidad de recibir una buena educación, la posibilidad de un trabajo académico en lo que quiero y en condiciones laborales que podrían ser mejores pero que aun así valoro muchísimo, es uno de los mayores privilegios que he tenido. Si bien sé que no es el común denominador, mis compañeros de escuela y de colegio, de barrio, no tuvieron exactamente esas condiciones,  eso no me impide agradecer haberlas tenido yo. Con todas sus falencias, este país me ha facilitado la vida, me ha permitido tener la posibilidad y el tiempo de sentarme a escuchar blues una tarde de un sábado y apreciarlo.

Finalmente, claro, los amigos han sido un apoyo único; por la ayuda física y real, por sentarse a escuchar mis frustraciones sobre una cosa o la otra o a escuchar de los fracasos, las tristezas y las debacles reales o ficticias y la paciencia para soportar las quejas, todos merecen ser canonizados (hay dos casos a lo largo de la vida que son de paciencia in extremis).

Leí hace unos minutos un artículo de Oliver Sacks acerca de lo que significa cumplir 80. Eso solo reforzó mi idea de que en este preciso momento de la existencia debería hacer un pequeño alto y dar algunas gracias antes que se me haga demasiado tarde.

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